Biblioteca Popular José A. Guisasola






Dice mi abuelo que en la época en que él arreglaba zapatos, para conquistar a una chica había que tener un fonógrafo. El se compró uno cuando en el vecindario apareció una chica tan linda que al verla él se quedaba un buen rato sin respirar. Tardó una semana en decidirse a invertir todos sus ahorros en un fonógrafo a cuerda y sólo una hora en averiguar el nombre de la chica: Malena.

Me resulta imposible imaginar a mi abuelo con diecinueve años pero esa era la edad que tenía entonces. Hacía cuatro había entrado como ayudante del zapatero del barrio y habían pasado tres desde el día en que el zapatero se ganó la lotería, lo abrazó en la vereda y le dijo “¡te dejo todo, Josecito!” y se volvió a Italia.

Mi abuelo compró finalmente el tocadiscos y dice que cuando lo tuvo en su casa estuvo dos o tres horas mirándolo, maravillado, sin atreverse a tocarlo. Era, es, porque todavía lo tiene y lo cuida como una joya, un aparato gigantesco que parece apropiado para recibir mensajes desde otros planetas. Lo más llamativo es una especie de bocina gigante de bronce por donde sale la música. Los discos eran grandes como pizzas pero traían una sola canción. Si un disco se caía, se hacía añicos. Para que el disco girara había que ponerlo sobre un plato y darle cuerda al aparato. Un brazo apoyaba sobre el disco y de alguna manera la música salía por la bocina.

La idea de mi abuelo era detener a la chica cuando pasara, hacerle escuchar una canción, y así empezar una conversación. Los dos únicos discos que había comprado y que escuchaba todo el tiempo eran, obvio, “Malena”, uno cantado por Francisco Fiorentino y otro por Azucena Maizani.

Pero dice que la chica pasó cien veces y en todas él puso la misma canción, sin animarse a decirle nada.

Mi abuela dice que un día él se olvidó de poner la canción. Dice que aquel día ella se detuvo ante el taller y allí se quedó. Como si estuviera loca, dice. Y dice que después él puso la canción pero siguió sentado, mirando un zapato roto, colorado de vergüenza.

Mi abuelo dice que no. Que al verla allí, inmóvil, como sonámbula, él se sacó el sucio delantal, puso “Malena”, por Fiorentino y que caminó elegantemente hasta la vereda y le dijo: “¿baila, señorita?”.

Pero mi abuela dice que no.

Dice que él siguió sentado y no hablaba ni respiraba. Que parecía a punto de morir ahogado. Y que entonces ella entró, lo tomó de la mano y salieron a la calle. Dice que de no ser por ella todavía mi abuelo seguiría soltero con el mismo zapato entre las manos. Y en cuanto a “elegantemente”, dice que ningún ser humano hubiera podido salir del taller de mi abuelo sin tropezar con la cantidad de zapatos tirados, botines, botas y porquerías inclasificables que había en el piso.

Sin embargo coinciden en que fue él quien dijo: “¿baila?”, así, “¿baila?”, tratándola de usted.

Tampoco hay coincidencia en cuanto al cantante. Mi abuela dice que era la versión de Azucena Maizani.

Lo cierto es que al año se casaron. Y que la música sirve para enamorar a una chica.

Por eso, estimados vecinos, aguántense este bonito y potente equipo de música de origen malasio que me regaló mi abuelo. Sólo los atormentará mientras pase por la vereda Malena King-ho.

Aguanten, como yo aguanto la respiración quince o veinte minutos desde que veo venir el colectivo y corro a poner “Malena”, por Andrés Calamaro. “Si se enamora, es sorda o no le gusta el tango”, dice mi abuelo. “¡Cállate! -dice mi abuela-, el chico sabe lo que hace”.

El colectivo se detiene, ella se baja, se tira el pelo hacia atrás haciéndolo volar, pasa junto a mí mirando el piso, avergonzada, compra un alfajor triple en el kiosco, lo guarda en la mochila, camina media cuadra más hasta el colegio y cuando está por entrar, Dios mío, ahí sí, justo en el primer escalón, lo juro por el tocadiscos de mi abuelo, durante una milésima de segundo, durante una increíble milésima de segundo, me mira.


Basado en el tango Malena - Fuente: Nuestra Cultura - Manzi para chicos: Ricardo Mariño

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